M. es una paciente entrevistada en una Presentación de enfermos. Ha estado ingresada durante un tiempo largo al presentar por primera vez un desencadenamiento maníaco.
Es una paciente que había tenido episodios previos depresivos tratados farmacológicamente. A pesar de que su situación familiar y laboral era muy estable de vez en cuando no podía evitar pensar, durante esas crisis de tristeza, ideas de ruina y pensamientos “negros”.
Su primer cuadro depresivo grave se produce a partir de su matrimonio. Después tuvo varias crisis menores que no precisaron tratamiento psiquiátrico prolongado.
Es ascendida en la empresa y se siente desbordada. Fue tratada con antidepresivos y tras algunos éxitos laborales nos dice que pasó un verano fenomenal.
Ella nos aclara en la entrevista que cuando “toca fondo” termina encontrando las fuerzas para salir, pero que cuando ha estado tan eufórica todo se le va de las manos, deja de dormir y adelgaza muchos kilos.
Cuando la pregunté acerca de si en alguna ocasión se había sentido así, contestó que sí. Es la sensación que experimenta “en la cresta de la ola”, cuando practica el surf. “En la cresta de la ola” es la forma en que la paciente nombra su estado de exaltación maníaca.
Durante la entrevista lo más significativo, de entrada, fue la dificultad para que encontrara en su discurso un punto de capitonado o abrochamiento de las frases. Lo que desde el punto de vista de la fenomenología se denomina logorrea y fuga de ideas se hizo presente desde el primer minuto de la conversación. Se deslizaba en una metonimia permanente en la que el abrochamiento y el sentido de las frases era imposible. Había que introducir el corte y el punto y aparte subrayando alguna de las frases que consideraba fundamentales.
Ocasionalmente llenaba su vaso de agua y el mío para beber y dejar de hablar. Con esos recursos fue posible localizar algunos elementos de la historia del sujeto, su primera desestabilización y las coordenadas del ingreso hospitalario.
Un pequeño “truco” –el del agua- que introducía un intervalo, aunque ella siempre retomaba los mismos temas en que había dejado la conversación. Fue una entrevista difícil de realizar teniendo en cuenta que en ese momento la dimensión megalomaníaca estaba todavía presente.
Al final de la entrevista reconoció que el apoyo familiar le ayudaría mucho a salir de esa situación y que había hecho la experiencia de que demasiada euforia no la convenía, que había que parar antes. Estaba advertida y volvería al trabajo tratando de tomarse las cosas de otra manera.
Esta paciente nos enseñó mucho acerca de lo que clásicamente se ha denominado por parte de la psiquiatría la psicosis maníaca-depresiva, en la actualidad denominada Trastorno Bipolar. Éste es un diagnóstico reciente, que apareció por primera vez en el Manual de diagnóstico y estadístico de la APA en 1980 (DSM III de sus siglas en inglés). Numerosos textos médicos que se remontan a Hipócrates nos hablan de los pacientes que sufren episodios alternativos de melancolía y manía. En 1854, el psiquiatra francés, Jules Baillager, denominó a esta enfermedad la folie à doublé forme.
La paciente se identificaba con el nombre de la empresa con la que trabajaba dándonos testimonio del rasgo de confusión del yo como instancia que ordena temporal y espacialmente la realidad del sujeto. Freud subrayará en 1921 “Con el fin de evitar toda oscuridad habremos de retener lo siguiente: desde el punto de vista de nuestro análisis del yo, es indudable que en el maníaco el yo y el ideal del yo se hallan confundidos, de manera que el sujeto, dominado por un sentimiento de triunfo y de satisfacción, no perturbado por crítica alguna, se siente libre de toda inhibición y al abrigo de todo reproche o remordimiento. Menos evidente, pero también verosímil, es que la miseria del melancólico constituye la expresión de una oposición muy aguda entre ambas instancias del yo; oposición en la que el ideal, sensible en exceso, manifiesta implacablemente su condena del yo con la manía del empequeñecimiento y de la autohumillación”[1]
La perspectiva en la que Freud piensa la manía como producto de un levantamiento de la inhibición o como una alegría de la transgresión frente al dolor de la pérdida propio de la melancolía. Pero esta perspectiva freudiana de liberación de la libido no da cuenta de la relación mortífera a ella enlazada. Freud tampoco consiguió resolver un problema clínico que encontramos en numerosas ocasiones: la alternancia del humor. En 1921 admitirá que “Las razones que determinan estas oscilaciones espontaneas de los estados afectivos son, pues, desconocidas”[2].
Las referencias de Lacan son muy precisas. En primer lugar, ubicándola como un estado que es producto de la forclusión y las consecuencias que desde el punto de vista del goce supone.
En el Seminario de la angustia nos dice: “Digamos de paso que en la manía se trata de la ausencia de la función del objeto a y ya no solamente de su desconocimiento. Es por eso que el sujeto ya no es lastrado por ningún a que a veces lo entrega sin ninguna posibilidad de escapatoria a la metonimia infinita y lúdica, pura, de la cadena significante”[3]
Esto quiere decir que el objeto a no ha sido extraído, que no ha operado la castración y que el goce no puede ser localizado y contable, lo que supone que desde el punto de vista del discurso, la metonimia de la cadena significante no encuentre su punto de detención. La logorrea y la fuga de ideas, que también pueden presentarse en otros tipos clínicos de la psicosis, como la esquizofrenia, va a tener en la manía una presentación clínica muy característica.
En el texto de Televisión añadirá que “es por la excitación maníaca que ese retorno real se hace mortífero”.[4] Ese retorno en lo real hace referencia a lo que es rechazado del lenguaje, a lo que es rechazado en lo simbólico y que retorna en lo real bajo la forma de un enjambre de S1 –significantes sueltos- que no hacen cadena con un S2 –significantes a partir de los cuales, en su retroacción, se puede producir un sentido- y esto explica la deriva metonímica incesante. Nos encontramos con el goce de la lengua por fuera del sentido.
En realidad, la experiencia de la fuga de sentido es la experiencia que se produce en un análisis llevado hasta el final, lo que supone un cierto encuentro con la propia locura, para aquél que ha decidido ir más delante de los efectos terapéuticos de una cura analítica. De esta experiencia podemos encontrar numerosos testimonios de los Analistas de la Escuela.
La diferencia está en que en los análisis llevados hasta su final esta experiencia de la inconsistencia y del sinsentido se produce a partir de la travesía del fantasma, que siempre procura un anclaje y nunca queda reducido al grado cero. Más allá del fantasma hay la posibilidad de encontrarse con el propio goce por fuera del sentido; pero a partir de este encuentro, el analizante podrá identificarse con un síntoma que hará las funciones de un anudamiento, que estabiliza la relación del significante con el significado y engancha la consistencia imaginaria del cuerpo con la consistencia del orden simbólico.
Esta operación no puede producirse en la psicosis y por lo tanto las oscilaciones entre la vertiente mortífera del lenguaje en su metonimia y las sinergias con un goce que no puede ser localizado conducirán inexorablemente a la pulsión de muerte.
Es lo que nos plantea J. A. Miller: “El maníaco va a morir, pero mientras no está muerto goza hasta el hartazgo…en la manía tenemos una pulsión de muerte acelerada, la muerte está al final debido a la intensificación del goce que extrae de la lengua”[5]
En el caso que hemos comentado las funciones de ordenamiento de su vida quedan establecidas a partir de la relación con su familia a la que considera su punto de apoyo fundamental y la que se encarga de sus hijos. A pesar de ello, esta solución no puede resolver totalmente la corriente más profunda de su subjetividad que está emparentada con una posición melancólica y que le conduce inevitablemente a experimentar en numerosas ocasiones el sentimiento de tristeza y de “ruina”.
Se mueve en una oscilación del humor entre la depresión y la euforia que para la psiquiatría se encuentra por fuera de toda causalidad psíquica. En este caso clínico se han presentado varias desestabilizaciones graves que han precisado atención psiquiátrica e incluso ingreso hospitalario, pero en realidad su vida transita entre esas dos polaridades.
Este tipo clínico interesó particularmente a Emil Kraepelin y a los clínicos franceses Jules Baillarger, Jules Falret y a Clérambault. La antigua psicosis maníaco-depresiva ha tomado en la actualidad el nombre de Trastorno Bipolar, diagnóstico que se ha generalizado hasta el punto de que muchos pacientes nos plantean en la consulta que ellos son bipolares, cuando se refieren a determinados rasgos de carácter que identifican con un significante amo de la época. La indeterminación de este diagnóstico hace posible que el campo de la clínica pierda precisión y que en muchas ocasiones encontremos a pacientes diagnosticados como bipolares y tratados farmacológicamente con estabilizadores del estado de ánimo y neurolépticos, cuando en realidad no lo son.
El periodista y escritor estadounidense Robert Whitaker escribió el libro “Anatomía de una epidemia, medicamentos psiquiátricos y el asombroso aumento de las enfermedades mentales” en el que el periodista experto en temas relacionados con la medicina, la ciencia y la historia, desmonta el mito alrededor del uso de los medicamentos psiquiátricos. Observó que entre 1987 y 2007 se había triplicado en EEUU el número de pacientes con discapacidad por enfermedad mental, al mismo tiempo que había crecido exponencialmente el número de drogas psicotrópicas.
En su libro dedica un capítulo al boom bipolar[6], nos relata su experiencia en una reunión de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) en 2008. Patty Duke, célebre actriz en EEUU[7], participó en una de las reuniones patrocinadas por el laboratorio AstraZeneca y el portavoz de la empresa que la presentó comenzó subrayando el mensaje que tenía que decir: “el mensaje para llevar a casa es que la enfermedad mental es diagnosticable e identificable, y que el tratamiento funciona”. Luego, la actriz ganadora de un Oscar, ataviada con un vestido naranja calabaza, contó cómo había padecido de una enfermedad bipolar no diagnosticada durante 20 años, tiempo durante el cual había bebido en exceso y había sido sexualmente promiscua. “El diagnóstico y la verificación me hicieron abrazar lo importante”, dijo, y siempre que habla a grupos de pacientes por el país, remacha en este punto. “Les digo: ¡Tomad vuestras medicinas!”[8]
El público, formado por numerosos psiquiatras, aplaudió clamorosamente. Sin embargo, todos ellos saben que la introducción de los psicofármacos ha alterado la evolución de las psicosis maníaco-depresivas. La enfermedad ya no es la que describió Kraepelin, porque se produce el ciclado de una forma mucho más rápida y el número de casos ha aumentado de manera alarmante.
Una de las razones que explican este fenómeno se debe al uso generalizado de los antidepresivos a todos los casos, sin que se haya valorado adecuadamente el uso de los mismos.
Clásicamente se ha considerado la evolución a largo plazo de este tipo de pacientes como buena porque la mayor parte de los pacientes se recuperaban socialmente y podían reanudar sus vidas anteriores, tras los ingresos por episodios maníacos, a diferencia de la evolución de la esquizofrenia. Sin embargo, esta perspectiva parece mucho más sombría en las últimas décadas.
En 1956, George Crane publicó el primer informe de manía inducida por un antidepresivo, y este proceso no ha parado desde entonces[9]. En 1985 investigadores suizos que rastreaban cambios en la mezcla de pacientes del Hospital Psiquiátrico Burghölzli, en Zurich, informaron de que el porcentaje con síntomas maníacos aumentó espectacularmente a raíz de la introducción de antidepresivos, “Los trastornos bipolares aumentaron; ingresaron más pacientes con episodios frecuentes”, decían. [10]
Según refiere Whitaker, en el libro comentado anteriormente, unos cuantos años después, investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale cuantificaron ese riesgo. Revisaron los datos de 87.290 pacientes diagnosticados de depresión a ansiedad entre 1997 y 2001 y determinaron que los tratados con antidepresivos se convirtieron en bipolares a una tasa del 7,7 % al año, lo que era tres veces más que los no expuestos a los fármacos.[11]
Como resultado, en períodos más largos, del 20 al 40 % de todos los pacientes inicialmente diagnosticados con depresión unipolar acaban pasando a tener enfermedad bipolar.
Con drogas legales e ilegales facilitando el camino a la enfermedad bipolar, no tiene nada de asombroso que un trastorno raro en 1955 se haya hecho frecuente hoy. Los Inhibidores de la Recaptación de la Serotonina (ISRS) tomaron por asalto el país (EEUU) en la década de 1990, y entre 1996 y 2004 en número de adultos diagnosticados con enfermedad bipolar aumento en un 56 %. Por otra parte, la ampliación continuada por la psiquiatría de los límites diagnósticos en los últimos 35 años ha ayudado a alimentar el boom bipolar.[12]
En 2003, el antiguo director del Instituto de Salud Mental Lews Judd y otros argumentaron que muchas personas sufrían de depresión y manía “por debajo del umbral”, y se las podía diagnosticar por tanto de “trastorno del espectro bipolar”. Había ya bipolar I, bipolar II y una “bipolaridad intermedia entre trastorno bipolar y normalidad”, explicaba un experto en bipolaridad. Judd calculaba que el 6,4% de los adultos del país sufrían síntomas bipolares; otros han asegurado que uno de cada cuatro adultos se encuentra dentro del cajón de sastre bipolar, siendo por tanto esta enfermedad en tiempos tan raros casi tan frecuente como el catarro común.[13]
Es muy frecuente encontrarnos en la consulta psicoanalítica con numerosos pacientes que plantean este problema. Una paciente que acudió a mi consulta diciendo que era melancólica –no se refería al diagnóstico psiquiátrico-, me aclaraba que no quería tomar medicación. Decía,“Lo que yo siento es falta de ganas de vivir, me cuesta mucho moverme de casa, no tengo a nadie en este momento, me siento como nunca de mal, soy pesimista y melancólica”. Podría añadir que se encontraba dispersa, apenas podía concentrarse para trabajar, apenas podía levantarse y garantizar los asuntos prácticos de la vida cotidiana, incluido.
Los efectos del tratamiento y del encuentro con un analista, que no recomendó medicación, tuvo efectos terapéuticos y durante un período, durante las entrevistas, aparecieron fenómenos del lenguaje propios de la psicosis, la metonimia del discurso y la fuga de ideas que pudieron contenerse con diferentes recursos utilizados a partir de la transferencia establecida.
Estar advertido de la estructura y del tipo clínico nos permite orientar la cura en una lógica en que las derivas del goce pueden ser contenidas encontrando nuevas soluciones que no la pongan en riesgo y eviten la vertiente mortífera de su singular locura.
Otra clínica es posible rescatando la singularidad del paciente. El uso del psicofármaco, cuando es necesario, siempre tiene que ser calculado y considerado en una clínica bajo transferencia. Particularmente el uso de antidepresivos requiere un especial cuidado en los casos en que la oscilación depresiva y maníaca está presente.
[1] Freud, Sigmund., “Psicología de las masas y análisis del yo”, en Obras Completas, Biblioteca Nueva, Tercera edición, Madrid 1973, p. 2602.
[2] Ibid.
[3] Lacan, J., El Seminario, Libro 10, La angustia, Paidós, Bs. As., 2006, p. 363.
[4] Lacan, J., Radiofonía&Televisión, Anagrama, Barcelona, 1977, p. 107.
[5] Miller, J.-A., “El Conciliábulo de Angers”, en Los Inclasificables de la clínica psicoanalítica, Paidós, Bs. As., 1999, p. 95.
[6] Whitaker, Robert., Anatomía de una epidemia, Capitán Swing Libros, Madrid, 2011, p. 209.
[7] Anna Marie «Patty» Duke (Elmhurst, Queens, Nueva York, 14 de diciembre de 1946–Coeur d’Alene, Idaho, 29 de marzo de 2016) fue una actriz estadounidense de teatro, cine y televisión. En 1982 Duke fue diagnosticada con trastorno bipolar y, desde entonces, dedicó gran parte de su tiempo a defender y educar al público sobre esta condición además de otros temas de salud mental y vejez, a la par de su carrera artística.
[8] Ibid, p. 211.
[9] Crane, G,. “The psyquiatric side effects of ipronazid”, American Journal of Psychiatry, 112 (1956), p. 494-501.
[10] Angst, J,.”Switch fron depresión to manía”, Psycopathology, 18 (1985), p. 140-154.
[11] Whitaker, Robert., Anatomía de una epidemia, Capitán Swing Libros, Madrid, 2011, p. 219.
[12] Ibíd, p. 220.
[13] Ibíd, p. 221.