La ética del bien decir.*

En estas Jornadas de la Red de Psicoanálisis y Medicina (blog de la Red de Psicoanálisis y Medicina)  presento un pequeño comentario acerca de la clínica y la ética del bien decir, que tiene al mismo tiempo algo de testimonial, porque hablo de mi propia experiencia del análisis, de mi propio recorrido de la medicina al psicoanálisis.

Traigo algunos recortes de mi propio análisis dado que me invitan para presentarles esta conferencia considerando que he sido nominado, recientemente, Analista de la Escuela. Comenzaré hablando de mi primer encuentro con un médico, uno de los temas planteados en la convocatoria de las Jornadas “Encuentros y desencuentros, palabras y cuerpos”.

Mi primer encuentro con un médico.

Hacia el final de mi primer análisis me había autorizado a la práctica analítica, lo que era fuente de angustia. La vida me iba bien en general pero había angustia. Un segundo tramo analítico se hacía necesario.

En la primera entrevista de este segundo análisis le hablaba al analista acerca de mi temprana vocación por la medicina, que se remitía a los primeros recuerdos de la infancia. Le decía que curiosamente no recordaba que mis padres hubieran promovido esa vocación y tampoco sabía acerca del origen de la misma. La interpretación del analista fue inmediata: no sabía que lo sabía, convocando de esta manera el trabajo del inconsciente.

Había una escena infantil en que a los ocho años, un día en que voy a buscar al bar a mi padre, lo encuentro caído en el suelo. Ese día había bebido demasiado. Ese momento quedó fijado como un trauma, un agujero en mi existencia y me pasaré la vida tratando de repararlo. Desde entonces, la enfermedad y la muerte fueron mi pesado partenaire y la medicina fue el anclaje sintomático que anudó ese real bajo la forma del deseo de curar al padre.

Pero había algo que me llamaba la atención y es que mi inclinación hacia la medicina apareció desde la más tierna infancia, mucho antes de la escena que podríamos considerar traumática.

Tras finalizar el análisis, le pregunté a mi madre acerca de un enunciado suyo que siempre estuvo presente en mi vida y que se había revelado como fundamental en la elaboración producida durante el análisis. Un día, siendo niño, en que le manifesté mi vocación por la medicina, ella me contestó que le parecía muy bien, pero que yo tenía algo especial y que había algo más que no me podía decir.

¿Qué es eso que no me podía decir? me he preguntado en numerosas ocasiones a lo largo de mi vida. Ese enigma se despejó hace poco más de un año.

Mi madre me contó la siguiente historia que me produjo un gran asombro. Pocos meses después de nacer, mis padres me llevaron al médico porque me habían aparecido unas manchas en la boca. Don Guillermo, que era el nombre del médico que me atendió, les dijo que no se preocuparan porque no era ninguna enfermedad importante, simplemente se trataba de unas señales que significaban que tenía algo especial. Les aclaró que no debían decir nada a nadie. Mis padres creyeron esta interpretación del médico al pie de la letra y guardaron el secreto hasta hace poco tiempo.

Lo más importante del caso son los efectos que había tenido en mi vida, una historia que podría considerarse como casi delirante. Finalmente, yo había encarnado la figura de D. Guillermo, que había estado presente en mi novela familiar desde el principio. Ahora entiendo porqué mi madre habló siempre con tanta fascinación de este médico, podría decir que no ha dejado de hablar nunca. Esa misteriosa frase había transportado un deseo del Otro sin necesidad de que se contara la historia. Sin saber que lo sabía, así es el inconsciente.

Pero lo que quiero destacar especialmente es el hecho de que las palabras del médico tuvieron un efecto de interpretación, es decir lo que se dijo tuvo consecuencias, en mi novela familiar y en la arquitectura de mi propia neurosis. El enigma finalmente se ha despejado y queda como una historia, absurda, sin sentido, como muchas de las que uno se encuentra a lo largo de su existencia.

2.-Las palabras las carga el diablo.

Podemos preguntarnos ¿porqué ocurre esto?

Los fenómenos de la transferencia son variados tal y como los descubre Freud, pero será Lacan quien formulará que en la transferencia, El Otro –ya sea médico o psicoanalista- ocupa el lugar del saber, de sujeto supuesto saber, lo que le da un estatuto particular a la estructura, en la que las palabras dichas tienen efectos y consecuencias. En algunas ocasiones podríamos decir que las palabras las carga el diablo.

Veamos una pequeña viñeta clínica.

Hace poco tiempo recibí en mi consulta a una paciente de 69 años que había sido diagnosticada de fibromialgia a los 49 años. Venía un poco forzada por el marido, cuestión que me aclaró desde el principio. No tenía ninguna subjetivación de su padecimiento.

Hace diez años tuvo que trasladarse de la ciudad en la que había pasado la mayor parte de su vida, por el trabajo de su marido y desde entonces se había encontrado mucho peor. Allí quedaron sus dos hijas de los cuatro hijos que tuvo. Uno de ellos falleció poco tiempo después de nacer y el otro hacía 4 años. Según relata, cuando había superado, más o menos, la muerte del hijo, su marido cae muy enfermo. Desde entonces vive asustada. Hace seis años fallece su hermano por un accidente absurdo y justamente hace 20 años cuando a ella la diagnostican de fibromialgia fallece la madre y se separa durante un tiempo de su pareja, cuestión que es señalada por mi parte, a lo que responde que ella nunca lo había pensado así.

Una historia de pérdidas sin subjetivarse. Así se presenta esta paciente.

Me cuenta un episodio que le ocurrió cuando fue a consultar hace un mes al neurólogo por unas parestesias y dificultad al caminar que le sucedían desde hacía un año. El neurólogo examina todas las pruebas que le habían realizado y le aclara que no encuentra ninguna explicación a su problema para caminar. Ella le insiste en sus dolores y él contesta: “no es cosa mía”. La paciente escucha a partir de allí que siempre le decía que “no es cosa mía”. Se podría decir que lo que le pasa ”no es cosa mía”.

En este momento de la entrevista, el marido que estaba presente, aclara que el neurólogo había estado muy amable y que simplemente les dijo que el no trataba la fibromialgia, que debía de consultar con otro especialista. La paciente se enfada un poco aclarando que no era así, que no le hizo caso y añade que el colmo es que cuando fueron a pagarle –se trataba de una consulta privada- el neurólogo no quiso cobrarles, les dijo así: “por una consulta que no hago no cobro”. Es decir, para la paciente no había habido consulta y para el neurólogo tampoco. Inmediatamente el marido dice que de lo que se trataba es que el neurólogo aclaraba que no cobraba por una consulta informativa, que a fin de cuentas era un detalle que tenían que agradecerle.

Pero para ella lo que cuenta fueron sus palabras de “que no había habido consulta” y que por lo tanto ella no había estado allí.

No sabemos si el neurólogo lo hizo con buena intención o no, pero en psicoanálisis sabemos que no se trata de buenas o malas intenciones. En muchas ocasiones, los médicos hablan, pero lo hacen desde sus propios fantasmas, influenciados por sus ideales o por su manera de entender las cosas y ahí comienzan los problemas. Cuando se trata del saber científico de las enfermedades orgánicas hay un saber de la ciencia desde el que hay que intervenir, pero cuando se trata del padecimiento o del sufrimiento humano, de las enfermedades mentales hay que proceder de una manera completamente diferente.   Las palabras incluyen siempre un malentendido y hay que considerar que lo que se escucha en la enunciación de lo que se dice no son palabras solamente. Para el psicoanálisis el enunciado de lo que se dice no vale solo por sus palabras sino también por su enunciación y en esta enunciación del neurólogo la paciente percibió desde el principio que ella como sujeto que padece no fue alojada. Y más allá de las intenciones del neurólogo al no quererles cobrar, justamente en ese acto, el certificó las sospechas de la paciente.

Pero, ¡ojo!, “no es cosa mía” es también la posición subjetiva en la que ella se presentó en mi consulta cuando aclaraba que lo hacía porque la había traído su marido. Inicialmente no había demanda por parte de ella y hubo que hacer las maniobras necesarias para que pudiera incluirse en esta demanda.

En el momento en que manifestó que al neurólogo no le había interesado lo más mínimo lo que a ella le pasaba, aproveché la ocasión para indicarle que yo si estaba interesado en lo que le pasaba y que podíamos hablar de ello, que me hablara de lo que le pasaba.

Evidentemente, uno acude al analista porque hay determinados síntomas que producen un cierto malestar. Si el síntoma no está presente en la demanda de análisis hay que producirlo. Esto es algo muy frecuente en la clínica. Hay que producir un síntoma y suponerle que hay un sentido, tiene que haber una pregunta sobre lo que quiere decir el síntoma, para que pueda ser resuelto. Una pregunta que se dirige al analista, al que se le supone el saber.

En este caso el dolor en el cuerpo se manifiesta como un síntoma que viene a metaforizar el dolor de existir, el dolor de una serie de pérdidas cuyos duelos no fueron elaborados y que se iniciaron a partir de la pérdida de la madre, recrudeciéndose en los últimos años a partir de la muerte de su hijo y la aparición de una enfermedad grave del marido.

3.-Una clínica del sujeto ético y de derecho.

Esta viñeta clínica creo que nos ilustra muy bien la siguiente paradoja: a mayor especialización y desarrollo de la ciencia, la práctica médica se deshumaniza y el sujeto queda excluido, lo que no es sin consecuencias.

Jacques Lacan señala en Televisión que la cura es una demanda que parte de la voz del sufriente, de alguien que sufre de su cuerpo o de su pensamiento (1).

Subrayo que se trata de alguien que sufre de su cuerpo o de su pensamiento, es decir del sujeto. Se trata de una clínica del sujeto y esa es la dimensión ética de la experiencia analítica.

Desde esa dimensión ética es que J.A. Miller nos dirá en su texto de patología de la ética:

“El psicoanalista, como tal, se dirige al sujeto de derecho, siempre al sujeto, ético y de derecho. Puede tratar todas las enfermedades mentales siempre que exista el sujeto ético y de derecho, un sujeto que pueda responder. Responder, ésa es la condición de la experiencia analítica: que el sujeto pueda responder sobre lo que hace y lo que dice” (2).

Jacques Lacan nos presentará en su texto de “La dirección de la cura…” la rectificación subjetiva como el modo en que uno se hace responsable de lo que hace y de lo que dice. La entrada en análisis se producirá a partir del momento en que de todo aquello de lo que se queja, él también es responsable.

Esta dimensión ética incluye, también, a los dos polos más extremos que podemos encontrar en la clínica. En primer lugar, la posición melancólica en la que el sujeto se hace demasiado responsable de todo lo que le ocurre, hasta el punto de que se ve asediado y acusado por el mismo delirio de culpa y de indignidad no dialectizable; y en segundo lugar, la posición paranoica en la que al contrario es el Otro el que asedia al sujeto hasta el punto en que la culpa y la responsabilidad se diluyen bajo las manifestaciones de un delirio en el que el Otro es el perseguidor y el sujeto el acusador. Pero incluso, en esta dimensión paranoica, desde el punto de vista ético, nuestra brújula estará orientada por la producción del sujeto, a lo que se referirá Lacan en su famosa frase: “De nuestra posición de sujeto somos siempre responsables” (3)

Podríamos decir, que a excepción del canalla, al que Lacan excluirá de la experiencia analítica porque es alguien que siempre busca excusas y se escabulle de todo lo que hace por muy graves que sean sus actos, el psicoanálisis siempre podrá ser una posibilidad para todo aquel que esté dispuesto a hacer la experiencia.

4.-La dimensión política de la clínica.

Por otro lado, la clínica analítica no es mecanicista, no está determinada por una estructura fija, ni por protocolos que la orienten.

En la actualidad asistimos a una deriva del discurso de la ciencia en la que sus progresos en muchos campos supone un abandono progresivo de la clínica.

Las preguntas que desde la antigüedad se hacían al paciente ¿qué le pasa? ¿desde cuando? ¿a qué lo atribuye? que convocan al relato y al sentido de los síntomas quedan en un segundo plano y en su lugar adviene el uso generalizado de los protocolos y el empuje a la estadística y la evaluación, la utilización de tests diagnósticos que bajo la fórmula de preguntas cerradas ahogan el testimonio del paciente o el uso intensivo de la medicación junto a la larga lista de consejos y técnicas que buscan la adaptación del sujeto a la norma.

La cuestión radica en el uso que se hace de los protocolos. La medicina moderna ha tenido y debe de tener unas orientaciones y pautas para la práctica y la cura de los enfermos, pero al mismo tiempo debe considerar que cada paciente es diferente frente a la misma enfermedad y por esta razón la clínica más clásica se basaba en la anamnesis detallada, la exploración y la interrogación del paciente, al que se le debía dar un lugar.

El uso que se hace de los protocolos se orienta en un camino opuesto, el protocolo no es una herramienta más, sino que a lo que conduce es al “todos por igual”, a la universalidad de la práctica médica, sostenida en evidencias que en muchas ocasiones está determinada por intereses más cercanos al mundo de los negocios y del dinero que en los del paciente. Podríamos decir que asistimos a un uso perverso de los protocolos y esto no es casual porque responde a una política y a unos intereses ajenos a los del médico y los del paciente. Al final, todo está en el disco duro del ordenador y todos esos datos están allí para ser evaluados. Si en el campo de la medicina el uso que se hace de los protocolos es problemático, en el campo de la llamada “salud mental” lo es todavía más. En fin, esto nos daría para hacer un amplio desarrollo, pero me desviaría un poco del tema.

Esto no es sin consecuencias para la práctica médica. No solo se relega al sujeto, sino que también el propio médico, su propia persona, es segregado del acto clínico, lo que es fuente de numerosos malestares.

Lacan nos dice como Freud inventó lo que debía responder a la subversión de la posición del médico por el ascenso de la ciencia: a saber, el psicoanálisis como praxis. Lo que quiere decir que el psicoanálisis emerge en el momento en que la medicina entra de lleno en el discurso de la ciencia a principios del siglo XIX y la subjetividad de los pacientes queda excluida, queda como un resto y se deja de lado. Ese resto es el que aloja la práctica analítica.

Freud nos plantea en el texto de “Iniciación al tratamiento”, la conocida metáfora del ajedrez, cito:

“Si tratáramos de aprender en los libros el noble juego del ajedrez, no tardaremos en advertir que sólo las aperturas y los finales pueden ser objeto de una exposición sistemática exhaustiva, a la que se sustrae, en cambio, totalmente la infinita variedad de las jugadas siguientes a la apertura…” (4)

Lacan también utiliza esta metáfora a lo largo de su enseñanza, proponiéndonos diferentes maneras de pensar la entrada y el final del análisis, pero como ocurre en el ajedrez, cada partida es diferente. Este postulado tan elemental toma un sentido revolucionario en la civilización actual, en la que no parece tenerse en cuenta una obviedad: que cada ser humano es único y como tal merece ser tratado.

Subrayo, entonces, que promover la escucha, la subjetivización y el sentido de los síntomas, la singularidad de cada paciente frente al uso generalizado de los protocolos, la prudencia en la interpretación y en las palabras, son postulados que pueden encuadrarse en una ética que reivindique el retorno a una clínica orientada por el legítimo deseo de curar del médico.

La ética del psicoanálisis no es equivalente a estos principios porque responde a un discurso propio, pero esto no impide que podamos participar y promover iniciativas como la Red u otras, que tengan como objetivo hacer frente a las corrientes más biologicistas de la psiquiatría y a las orientaciones psicoterapéuticas –sobre todo las cognitivo-conductuales (TCC)-, que tratan de homogeneizar de forma totalitaria el tratamiento del malestar y las enfermedades del ser humano, al mismo tiempo que de segregar no solamente al sujeto que las padece, sino también al psicoanálisis como práctica y como discurso.

Entonces la dimensión ética, toma una dimensión política, necesaria e imprescindible, para defender al sujeto de derecho y al propio psicoanálisis. Esta es la batalla a la que estamos asistiendo en los últimos años, en diferentes países de Europa, en relación a la regulación de las prácticas “psi” en las que los diferentes estados y administraciones europeas van a seguir dando nuevas vueltas de tuerca contra el psicoanálisis. Es también lo que está sucediendo con la atención de los niños diagnosticados de Autismo.

Tal y como nos señala Eric Laurent en su reciente libro publicado bajo el título: “La batalla del autismo, de la clínica a la política”: “hablar de la batalla del autismo remite al modo en que los partidarios de una línea política cientifista quieren instrumentalizar los resultados obtenidos por la biología y la genética para invalidar todo abordaje relacional inspirado por el psicoanálisis…la piedra angular de esta batalla es permitir que cada niño elabore, con sus padres, un camino propio, para proseguirlo después en la edad adulta. Y ello teniendo en cuenta la asombrosa variedad de síntomas que cubre el llamado “espectro autístico”. Se trata, pues de una batalla por la diversidad” (5).

Esta batalla política forma parte de la orientación de la Red de Psicoanálisis y medicina, es uno de los ejes que inspiran nuestro trabajo y nuestras reflexiones.

5.-Del sentido al funcionamiento del síntoma.

La dimensión ética, propia del discurso analítico, incluye la perspectiva del sentido de los síntomas, del desciframiento del inconsciente, pero va mas allá de eso, y se orienta por la dimensión del goce del síntoma, de su funcionamiento, de lo que se satisface, aunque este goce sea paradójico y fuente de malestar, lo que Lacan denominará la orientación hacia lo real. Esta orientación subvierte directamente el enfoque de la psicoterapia clásica que parte del adoctrinamiento y del saber constituido.

En el informe de Daniel Lagache, apartado para una ética, Lacan habla de una ética que se calla, no da preceptos y nos dice: “ Una ética se anuncia convertida al silencio, por la avenida no del espanto, sino del deseo”. Es decir, nos habla de una ética que está lejos de ser una práctica reeducativa o una nueva teología moral, donde hay una suspensión radical del juicio moral.

Esta clínica formulada al final de su enseñanza, que podríamos denominar como una clínica del goce, nos orienta, y nos plantea dificultades al mismo tiempo, en el tratamiento de los síntomas contemporáneos en los que el goce es la dimensión que se presenta de entrada en la cura. Es la clínica que orienta, también los análisis que se prolongan más allá de los efectos terapéuticos más o menos inmediatos.

Tal y como nos propone Miller, donde Freud y Lacan están de acuerdo sobre lo que sostiene el esfuerzo del paciente en los análisis que duran, es en la fórmula freudiana Wo Es war, soll ich werden. “Allí donde el ello era, el yo debe advenir”.

La palabra soll, el “deber” define el esfuerzo del sujeto como ético, como un mandato ético y como una exigencia de subjetivación. El Es, el Ello, es algo impersonal, el Ello freudiano es el lugar del goce pulsional, de forma que podríamos decir: “Allí donde Ello goza, el yo que habla debe advenir”.

El deber define el esfuerzo del sujeto como un deber decir, que permite definir en qué sentido Lacan dijo que la finalidad de la experiencia analítica es un bien decir.

Del lado del analizante se trata de un “bien decir” alrededor del goce pulsional, un goce que se ensambla en un nudo que incluye el placer y el dolor, la satisfacción y el malestar. Lo que supone también asumir una imposibilidad porque la heterogeneidad del lenguaje y del goce, del lenguaje y el empuje pulsional, impide que todo pueda ser dicho, incluye por tanto, al mismo tiempo, la posibilidad de poder asumir esta inconsistencia, este imposible de decir.

La inconsistencia fue, para mí, un hallazgo de la propia experiencia analítica, que se sanciona a través de varios sueños.

En uno de ellos estoy haciendo el pase, estoy relatando mi análisis a una pasadora. Después de esto aparecen cuatro letras CPUT y un guión. No asocio nada y se me ocurre la absurda idea de hacer una búsqueda en Google.

No puedo hacer la búsqueda. El problema está en que no puedo poner el guión en ninguna parte, el guión está y no sé entre que letra ponerlo, realmente es un agujero que no puedo escribir en ninguna parte. El sentido está excluido.

Tengo entonces la certeza de que mi análisis ha finalizado. Es un convencimiento radical. Ya no podía continuar asociando, no podía seguir en el diván.

Entonces, tal y como decía anteriormente, si hay ética en el psicoanálisis, no podría ser más que la ética del “bien decir”, tal y como nos plantea Jacques Lacan en Televisión en el año 1973. Esta afirmación tan categórica se corresponde con una práctica que opera nada más que con la palabra y el acto analítico, en una clínica que se produce bajo transferencia.

Esta clínica incluye, por tanto, no solo al analizante, sino también al analista.

En términos de dirección de la cura esta ética, se refiere en primer lugar a la interpretación. Este “bien decir” no tiene nada que ver con la retórica y la elocuencia, no es el decir bello, ni los enunciados precisos que se corresponderían con una concepción técnica de la dirección de la cura. Más bien al contrario, esta dimensión ética se sostiene en la producción de un deseo, que Jacques Lacan nombrará como deseo del analista, que es producto del mismo análisis. De ahí la importancia de que el analista esté lo suficientemente analizado como para poder estar a la altura de la función a la que es convocado por el discurso que sostiene y el lugar que ocupa en el dispositivo analítico.

El deseo del médico es el deseo de curar, podría decir que en mi caso se trataba del deseo de “curar al padre”. Cuando iniciaba mi segundo análisis yo ya estaba advertido de que la función del médico no era la del psicoanalista, ya me había analizado y formado lo suficiente como para darme cuenta de esta obviedad. El médico debe tratar de desempeñar el saber científico-técnico de forma más o menos adecuada y también de poder acoger la demanda del paciente escuchándolo como sujeto, interpretando esta demanda si es necesario, creando las condiciones para que en ocasiones pueda ser tratada en otro lugar, en el mejor de los casos para que pueda ser analizable. Hay una clínica de los síntomas del cuerpo, como por ejemplo en el caso de la fibromialgia, que precisa de la intervención al mismo tiempo desde el plano de la subjetividad, y en esa clínica la práctica analítica puede dar una respuesta.

Como decía anteriormente en el discurso analítico se trata de otra cosa. La angustia, en mi caso, se declinaba allí donde me encontraba con el límite del sentido en la práctica del psicoanálisis, estando excesivamente preocupado por encontrar una orientación en la cura de los pacientes.

De la comodidad del sentido y la terapéutica a la dificultad de la orientación hacia lo incurable del síntoma. Se trataba, entonces, de los impasses de mi propio análisis.

6.-El deseo del analista.

El deseo del analista, tal y como nos señala Miller en su seminario Sutilizas analíticas consiste en la suspensión de cualquier demanda de parte del analista, no se les pide ser inteligentes, ni siquiera verídicos, no se les pide ser buenos ni decentes, solo se les pide hablar de lo que, se les pasa por la cabeza, se les pide que entreguen lo más superficial de lo que viene a su conciencia. El deseo del analista no es ajustarlos a, no es hacerles el bien, no es curarlos, sino justamente obtener lo más singular de lo que constituye su ser, lo cual solo se obtiene a través de una reducción. Tal y como les decía anteriormente uno no sabe lo que verdaderamente quiere decir cada palabra del analizante, ni tampoco los efectos que pueden provocar, azarosamente, las palabras del analista. De ahí que J.A.Miller aconseje el desapego como la forma en que el analista introduce una distancia entre el significante y el significado. No se tiene claro el sentido de lo que se dice mientras no se tiene claro el goce que lo inspira.

Por esta razón, podríamos decir que es muy difícil analizar e interpretar sin tener una relación con la inconsistencia. Y esta es una de las dificultades en que yo me encontré en el movimiento del deseo del médico al deseo del analista, porque ambos están recortados por patrones radicalmente diferentes.

Miller nos propone en el último seminario de la orientación lacaniana que la posición del analista circula entre dos escuchas. La que sigue las variaciones del sentido del discurso del paciente y la de la iteración que se dirige hacia el síntoma, que existe y queda como acontecimiento del cuerpo, como aquello que queda de incurable y que al mismo tiempo puede ser lo más preciado que queda al final del análisis. (6)

Se trata del modo de gozar absolutamente singular, irreductible, de lo que uno se encuentra al final como incurable y por tanto alejado de la lógica del furor sanandi del médico. El analista podría considerarse como aquel que ha llevado su análisis lo suficientemente lejos como para darse cuenta de ese modo de gozar singular, como algo que ya queda por fuera del sentido y puede acompañar a otros a que puedan hacer esa experiencia.

Dicho de otro modo, el analista apuesta por orientar la cura de sus analizantes en el recorrido que va de un “imposible de decir” a un decir que satisfaga.

De esta forma, este “bien decir” frente a lo real supone haber localizado lo que se satisface, de forma que un cierto desplazamiento del displacer al placer que causa el síntoma pueda producirse.

Y por esta razón, consideramos que lo específicamente psicoanalítico, en la lógica de la enseñanza de Lacan, no se ubica del lado del diagnóstico y de las clasificaciones. Con cada analizante se vuelve a empezar y así es como podemos interpretar las palabras de Freud de que hay que olvidar lo aprendido para que cada caso nos pueda sorprender.

Santiago Castellanos

*Conferencia presentada en las II Jornadas de Psicoanálisis y Medicina, Barcelona 8.11.2013, bajo el título “Palabras y Cuerpos, encuentros y desencuentros”.

1.- Lacan, J.: “Televisión”, en Otros Escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 538).

2.- Miller, J.A.: “Patología de la ética”, pág. 345. Elucidación de Lacan, Paidós.

3.- Lacan, J., “La ciencia y la verdad”, en: Escritos 2, Siglo Veintiuno ediciones, Bs. As., 1988, pág. 837.

4.- Freud, Sigmund. “La iniciación del tratamiento”, en: Obras completas de Sigmund Freud, pág. 1661).

5.- Laurent, Eric. “La batalla del autismo, de la clínica a la política”, pág. 13, Buenos Aires 2013, Grama ediciones.

6.- Curso de orientación lacaniana, 2010-2011, clase XI, Inédito.

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